El destierro interior (III)
No mandamos en nuestra propia
mente ni en nuestra propia vida…
EL DESTIERRO INTERIOR (III)
Un relato de enajenación y fracaso
Con el valor que reunió, rebelándose contra el mundo que siempre lo hacía de menos, a la tarde del día siguiente ‒echó toda la mañana paseándose por el barrio de su enemigo, haciendo acopio de ánimos y visualizando lo que ocurriría una y otra vez, un bucle que no dejaba de correr en su mente‒, se presentó en el número 21 de la calle Tudela. Llamó al portero automático y comprobó que estaba en casa cuando escuchó un Sí, quién es; pero no abrió la boca y se fue a dar otra vuelta, repitiéndose machaconamente las palabras que le diría y cómo respondería a cualquiera de sus posibles reacciones. Por fin, diciéndose a sí mismo Vamos allá tras pensar una vez más en Esther, y en su madre y su hermana, se lanzó. Esta vez llamó a varios pisos del portal para que alguien le abriera, salvo al de Xavi, para que no estuviera sobre aviso; y cuando un vecino abrió el portal sin preguntar siquiera, subió al tercero derecha.
Un tipo alto y fuerte, en chándal viejo de estar por casa, le abrió la puerta y se quedó mirándolo de arriba abajo sin abrir la boca. Miguel Ángel le devolvió la mirada unos segundos; quería saber por qué tipo de hombre se había sentido atraída Esther con tanta intensidad. Por algún motivo, se lo había imaginado muy atractivo, con aire sofisticado y seductor; un tipo a la altura de semejante mujer ‒que, con toda probabilidad, Miguel Ángel idealizaba en la misma medida‒. Para su sorpresa, le pareció feo, tosco, con pinta de patán. Los ojos muy juntos, tirando a pequeños, el entrecejo poblado, el mentón prominente. Aunque, eso sí, era claramente más alto y fuerte que él, en evidente buena forma física.
‒Tú eres Xavi, ¿verdad? ‒preguntó al fin.
‒Sí ‒replicó el otro, aguzando la mirada con recelo.
‒Vengo…
De repente, Miguel Ángel se quedó en blanco. Toda la escena cuidadosamente ensayada; el guion completo que había escrito en su cabeza, en el que todas las posibilidades que podían darse estaban previstas para responder con rapidez y decisión, pasara lo que pasara, se volatilizó, dejándolo tan sólo con un balbuceo.
‒¿Qué quieres? ‒preguntó Xavi.
‒Yo… vengo de parte de Esther.
Notó cómo se crispaban los músculos del cuerpo de su rival, como un depredador listo para saltar sobre su presa. Sus ojos se aceraron, y Miguel Ángel empezó a sudar; el pulso se le aceleró y se le secó la boca. En ese instante, hubiera preferido estar en cualquier otro lugar del mundo menos allí.
‒¿Cómo? ‒dijo Xavi apenas susurrando, y la pregunta ya era una amenaza en sí misma.
Miguel Ángel reunió todo su coraje ‒o sea, el poco aire que le quedaba en los pulmones, mientras sentía muchísimo calor y se mareaba‒ en un breve discurso que no hacía justicia al que había llevado preparado; pero eso ya era historia. Pronunció las palabras muy deprisa, sin apenas inflexiones, como si fuera un mensaje grabado pasado muy deprisa.
‒Que vengo de parte de Esther. Me ha mandado a por sus cosas, lo que se dejó aquí, su ropa y eso. Ve dándomelo, venga. Tengo que irme. Y que no vuelvas a meterte con ella, déjala en paz, tío. No le escribas más ni la amenaces y sal ya de su vida de una puta vez, ¿te enteras?
Las últimas palabras, ya asfixiado, las pronunció con voz temblorosa. Las piernas apenas lo tenían en pie.
‒Pero ¿tú qué coño dices? ‒contestó Xavi, adelantándose un paso y dándole un empujón en el pecho con la palma de la mano muy abierta; la cual dejó en alto, como si fuera a soltarle un bofetón. Su expresión era la de quien va a aplastar un insecto.
‒Eh, no me toques. No me toques, ten cuidado.
‒¿Con quién tengo que tener cuidado? ¿Contigo, canijo? ¿Y a ti te envía Esther? ¿A ti? Vamos, no me jodas. ¿Dónde está esa puta, por qué no da la cara?
‒No es ninguna puta, cuidado con lo que dices, ¿eh?
‒Y si no lo tengo, ¿qué vas a hacer, piltrafilla? ¿Qué pasa, que quiere su mierda de ropa y no va a tener los cojones de venir ella a recogerla?
Miguel Ángel, tras su momento de zozobra, nervioso y jadeante, sintió que se crecía al escuchar los insultos a Esther. La adrenalina hacía su efecto y dejó de sentir miedo; por un momento se creyó indestructible.
‒No viene porque no quiere verte la cara, por eso. Sólo quiere sus cosas y que la dejes en paz, gilipollas.
Xavi avanzó hacia él, amenazador, puño en alto.
‒¿Cómo que gilipollas, tío mierda? ¿A que te reviento de una hostia? ¿Y tú qué eres de ella, eh? A ver, ¿qué eres de ella? Porque su nuevo novio no, desde luego…
Miguel Ángel se atascó unos segundos al dar una respuesta, porque eso lo cogió con el pie cambiado, aparte de que el gesto intimidatorio le restó algo de impulso.
‒¿Y… y a ti qué te importa lo que sea yo? A lo mejor te sorprenderías, imbécil. Tú lo único que tienes que hacer es dejar ya de acosarla, que está harta de ti.
Xavi lo empujó otra vez, ésta con más fuerza, y casi lo tiró al suelo. Miguel Ángel retrocedió un metro. Entonces sintió que lo invadía la cólera. El miedo desapareció por completo. Concentró toda su rabia en su puño, apretándolo con todas sus fuerzas, y lanzó su mejor golpe directamente a la cara de su rival.
Pero Xavi detuvo su mano con toda facilidad, como si el golpe le viniera a cámara lenta, y le retorció el brazo. Miguel Ángel sintió un dolor agudo que le subía hasta el hombro, y le pareció que el codo se le iba a partir. El otro era mucho más fuerte que él, no tenía nada que hacer. Y mientras se doblaba y se le escapaba un grito agudo y le decía Suéltame, suéltame, ¡zas!, un dolor mucho más fuerte en plena cara, la sensación de que el mundo giraba enloquecido, y se vio de espaldas en el suelo, viviendo la escena como una película a la que le faltaran muchos fotogramas. ¿Qué había pasado? Estaba en el suelo, desorientado, sólo sentía dolor, nada más que eso, y oía una voz muy, muy lejana, que le estaba diciendo algo. Y entonces, ¡pam!, más dolor, esta vez en las costillas, un dolor lacerante que lo dejó sin respiración, encogido en el suelo como un gusano al que hubiera pisado un gigante.
Tumbado de lado, enroscado sobre sí mismo, tuvieron que pasar varios segundos para que pudiera coger una bocanada de aire y que el mundo pareciera acercarse un poco desde su remota lejanía. Percepciones sueltas, desordenadas: una voz de hombre mayor que decía Pero deja en paz al muchacho, hombre, voy a llamar a la policía, y Xavi que contestaba Tú métete donde te llamen, nadie te ha dado vela en este entierro, y un portazo en el rellano; y luego Xavi, solo, repitiendo Voy a matar a esa puta, voy a matar a esa puta… Únicamente entonces, al intentar levantarse, mareado y sin fuerzas, Miguel Ángel se dio cuenta del profuso goteo de sangre que manaba de su nariz, el cual estaba formando un charquito en el suelo del descansillo, y sintió las palpitaciones en la cabeza como martillazos; parecían ecos del puñetazo, de su derrota, que se repitieran cada pocos segundos, impidiéndole pensar cualquier otra cosa.
En casa, mientras todavía intentaba detener la hemorragia con algodón y paños, la cara y la sudadera muy manchadas de sangre, su familia alteradísima ‒todos preguntándole qué había pasado y hablando de llevarlo a urgencias‒, mintió: dijo que había ocurrido en la calle, al regresar a casa tras estar con los amigos; que habían sido unos completos desconocidos, gente a la que no conocía del barrio, unos moros, dijo, que lo atacaron sin motivo alguno. Ante la histeria de su madre y el interrogatorio de su hermana y el abuelo, dijo que no, que no pensaba poner una denuncia, que no era nada. Pero cómo no va a ser nada, si mira cómo vienes, gritaba su madre; Miguel, qué pasa, ¿te han amenazado?, le preguntaba su hermana; esto es mejor denunciarlo. Pero él insistió en que no, que esos tíos no eran del barrio, que eran unos que iban buscando a quien pegar y le había tocado a él, pero que no, que no iban a por él y no los volvería a ver, seguro, y que para eso no se metía en poner denuncias que no servían para nada. Y juró y perjuró que no estaba metido en ningún lío.
Le costó mucho conseguir que su familia lo dejara en paz ‒por supuesto, no se creyeron una sola palabra, estaban muy preocupados, y no le quitaban el ojo de encima‒, pero lo que no lo abandonó de ninguna manera fue el dolor y la humillación. Los recuerdos, que iban a saltos, de la escena sucedida en el descansillo de Xavi, se repetían incesantemente en su cabeza, cada vez más errática. Mucho más rápido de lo que durante meses le había costado librarse de ella, la niebla negra estaba llenando su mente otra vez. Con resolución fatídica, con ese empeño autodestructivo propio de la tragedia griega, dejó de tomar las pastillas. Con ellas no podía pensar claramente, se decía.
Los siguientes días eludió a sus amigos, a los que ponía cualquier excusa para no quedar ‒pero tampoco tuvo que insistir mucho para que dejaran de decírselo, a decir verdad‒, y sobre todo evitó encontrarse con Esther. No quería verla por nada del mundo; no antes de haber resuelto el asunto. Con su familia se mostró irascible y esquivo, lo cual los tenía muy, muy preocupados, aunque pensaban que era consecuencia de los golpes que le habían dado esos chicos, los moros, y que por eso le daba miedo salir a la calle. Su madre quería poner una denuncia en la comisaría por su cuenta y riesgo, pero no pudo porque Miguel Ángel ya era mayor de edad y se negaba. Su abuelo le hablaba cuando se quedaban solos por las mañanas; con él siempre había tenido mucha confianza, pero no sirvió de nada: le respondía siempre como ausente, diciéndole que lo dejara en paz, que estaba bien, que lo habían sacado todo de quicio. Pero, en su cabeza, que era como una noche cerrada en la que brillaban chispazos dispersos, él urdía un plan mientras jugaba a la consola, o fingía hacerlo; mientras cenaban viendo el telediario y no respondía a las preguntas de su hermana; mientras se pasaba las noches en vela en la cama. Tramaba su desquite, la venganza por tanto dolor y vergüenza, sin pensar en las consecuencias. Y así se fue ensimismando, perdiéndose en los mares más agitados de su psique febril, liberada de las amarraduras químicas a las costas de la realidad. Hablaba solo durante días, encerrado en su cuarto o en el lavabo, imaginándose la escena de su victoria final sobre el enemigo que la otra vez lo cogió a traición. Se veía a sí mismo como el héroe triunfante, el caballero matando al dragón. Y Esther, la princesa, lo amaba, lo admiraba tras haberla liberado del monstruo. Al fin y al cabo, ella le había pedido que lo hiciera, y ahora se lo agradecería. Él se imaginaba cómo lo haría, masturbándose en la cama y en el cuarto de baño.
Con la absoluta determinación que otorga la absoluta inconsciencia, sueltos ya sus demonios, voraz jauría gritando sin cesar en su sesera, volvió a la calle Tudela tras una noche de maquinaciones y un par de latas de bebida energética por todo desayuno, para poder mantenerse en pie. Ya sabía, porque lo había mirado, a qué hora entraba Xavi a trabajar en el gimnasio, al cual iría andando porque no estaba a gran distancia y en Madrid no merece la pena coger el coche para tan escaso recorrido; así que calculó la antelación con la que saldría de casa y, un buen rato antes, él estaba esperándolo en su portal, en el que se coló cuando salió otro vecino. Llevaba una gorra con la visera baja y una mochila, y dentro de ésta, un bate de béisbol corto, de los de dieciocho pulgadas. Se escondió en las escaleras que bajaban al subsótano donde estaban los contadores de luz y los cubos de basura, y desde allí observó atentamente las escaleras y el ascensor.
Por D+D Puche Díaz
Literatura | 19-6-24
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