El trayecto




   Rosa sujeta con fuerza la correa de la bolsa de deporte que tiene entre los pies; la otra mano reposa, menos crispada, sobre el bolso en su regazo. De vez en cuando sale de su ensimismamiento y mira alrededor, escrutando a la gente, asegurándose de que no ocurre nada sospechoso, de que nadie la mira. Intenta que no se le note la inquietud y, aunque no repara en que nadie se fije particularmente en ella, en la bolsa de deporte, no puede aplacar los nervios. Sonríe fugazmente, casi por reflejo, a una niña que tiene delante, cogida de la mano de su padre, y regresa a sus reflexiones. Qué hará, se pregunta; qué hará.

   Tú te lo mereces y ya era hora de que la vida pegara un volantazo y las cosas te salieran bien, piensa, y se siente bien, esperanzada; como que la vida la recompensa por tantos sufrimientos y privaciones, y se le abre una puertecita a cosas nuevas y prometedoras. Pero a los pocos segundos otro susurro en su conciencia, con un tono muy distinto, le dice no, eso no es tuyo, no tienes derecho a quedártelo y todo lo que hagas con ello te va a salir mal, estará gafado y te hará más desgraciada aún; ten cuidado. Y esos dos murmullos se alternan en su cabeza y Rosa no se decide; le gustaría poder acallarlos y decidir serenamente qué hacer, pero no es capaz de hacerlo y se debate consigo misma por la elección correcta, sabiendo que esta oportunidad es única en la vida, que todo depende de ella y que nunca volverá a verse en otra similar. ¿Y si falla a todos por tomar una mala decisión? ¿Y si, por querer arreglar las cosas, las arruina definitivamente? ¿Y si…?

   Eso estaba ahí esperándote porque te corresponde, susurra una de las voces; lo que tiene mal principio, tiene mal final, y tú sabes que eso no es para ti, le dice la otra. “Eso”… ni siquiera lo llama por su nombre, como si mentarlo fuera a hacerlo desaparecer de repente, como si fuera a plantarse allí a su lado un revisor o un policía para decirle señora, ¿adónde va usted con lo que lleva ahí, que tiene un dueño legítimo? Ande, ande, acompáñeme… Y, mirando con nerviosismo a su alrededor una vez más, recuerda lo que ha pasado, como si no le hubiera pasado a ella, como si lo hubiera visto en una película en la que ella actuase involuntariamente, en tercera persona, arrastrada por un impulso que no procedía de su ser.

   Cerca de terminar su jornada laboral en la estación de Atocha, mientras pasaba la mopa al lado de una máquina expendedora de sándwiches, reparó en una mochila que parecía abandonada. Pero abandonada no estaba, sin duda: al abrirla para ver si había alguna identificación del dueño ‒cosa que hizo ya como llevada por un ciego impulso, pues normalmente se hubiera limitado a entregársela a Seguridad‒, se encontró con los fajos de billetes. No los contó, claro está, pero había mucho dinero. Ni siquiera era capaz de calcularlo, porque Rosa nunca había visto tantos fajos de billetes de cien y doscientos juntos. Y, viéndose a sí misma actuar sin reconocerse, llevó la mochila al vestuario, cambió su contenido a una bolsa de deporte barata que tenía en la taquilla ‒lo hizo dentro de una cabina del baño, muerta de miedo‒, y se deshizo de la mochila metiéndola en el fondo de una de las papeleras grandes. No sabía por qué actuaba así, y lo hizo sin deliberación alguna, como si otra persona decidiera por ella. Pero recordaba que, en algún momento mientras estaba en ello, se dijo me encargo de esto para que no se lo lleve nadie. Para que no se lo lleve nadie…

   Rosa piensa en las necesidades de su familia. Ese dinero viene como caído del cielo, les hace mucha falta; Dios lo sabe, y por eso nos lo envía. Porque Él aprieta, pero no ahoga. Entre mi trabajo y el de Clara apenas podemos pagar el alquiler y las facturas, y el casero ya me ha dado un aviso serio por los dos meses atrasados. Con eso podría pagar estos dos meses, y hasta reservar un fondo para dos o tres años; todo ese tiempo sin pensar en el dichoso alquiler, aparte de otros gastos más inmediatos. Madre mía, cómo será vivir con tal desahogo y no estar siempre asustada por lo que vendrá, con la incertidumbre de llegar a fin de mes Y mi Clara tiene que poder hacer su propia vida, no puede estar siempre compaginando los estudios con el trabajo, porque así nunca se sacará el título ni saldrá de pobre; es un círculo vicioso Ella ya tiene las necesidades de una chica de su edad, que ya está mayorcita, y apenas puede permitírselas Y Fernando, que ni quiere estudiar ni trabajar, que no me hace nada, ay, Señor, ¿qué va a ser de él? ¿Qué futuro le aguarda de seguir por este camino, qué voy a hacer con mi niño? No tiene un modelo paterno, no sabe qué hacer con su vida, y a mí no me hace ningún caso Con eso, al menos, Rosa no tendría preocupaciones tan urgentes, la vida daría una tregua y podríamos bajar el ritmo, respirar un poco; los chicos quizá verían más claramente por dónde tirar, sin que la escasez les nuble lo que pasará mañana Ay, qué sería de nosotros sin la pensión de mamá, de mi pobre mamá, que apenas sale del cuartito y sólo ve la tele y duerme Si pudiera darle una casa mejor donde acabar sus días, la casa que ella siempre soñó que tendríamos al venir acá Lo que llevas ahí es la llave de tu felicidad, le dice un rumor en su mente; es la llave de la felicidad de tu familia, la que de otro modo no tendrán, y lo sabes: no serán felices con la vida que tú has podido darles; no es suficiente. No, claro que no. Nunca lo es.

   Pero también se acuerda de la persona que ha perdido eso que lleva en la bolsa, que agarra con mano crispada, como si el destino que se lo trajo quisiera arrebatárselo a la primera ocasión. Un ladrón que le pegue un tirón, un policía que le pregunte señora, ¿de dónde ha sacado usted eso? Y Rosa se pregunta si será dinero sucio, de las drogas o de algo peor; o si está marcado y la pillarán al intentar cambiarlo en el banco; o si la han grabado cogiéndolo y aparecen en su casa los agentes para detenerla. Piensa angustiada que nunca estará tranquila: ¿y si es falso, y si han puesto ya una denuncia por su desaparición, o peor aún, por su robo? ¿La habrá visto alguien coger la mochila y meterse en el vestuario con ella? Eso no te permitirá tener la conciencia tranquila, le dice otro murmullo en su cabeza, que viene como de muy adentro. No es tuyo y lo sabes, y por eso Dios te pone a prueba al ofrecértelo, te tienta con él. Quiere ver si haces lo correcto. Ten cuidado, no destruyas la felicidad de tu familia por ambicionar lo que no te corresponde. Ten mucho cuidado, que te lo juegas todo.

   Su familia, siempre su familia. Mamá, y Clara, y Fernando, su niño. Por ellos lo daría todo. Pero ¿y ella? ¿No tiene derecho a tener sueños propios? ¿No podrá ser nunca un poquito egoísta y pensar en su vida? Yo también tengo deseos; yo también quise cosas de joven, y nunca las he tenido. Imaginaba un futuro, y se parecía muy poco a éste, a la vida que he llevado, a la vida que me dio Manuel. Tantas cosas que imaginaba, las cosas que hacen una vida bonita, que te llenan de alegría, y que no he disfrutado ¿Qué hay de lo mío? ¿Es que nunca voy a poder pensar en mí misma, porque soy madre, porque tengo una madre? ¿Qué pasa con mis deseos insatisfechos, con mis frustraciones? Porque yo también las tengo. Yo estoy desbordada: tengo ansiedad, a veces me asalta el llanto, y he de tomar pastillas para dormir. Qué dura ha sido la vida conmigo, tanto allá en casa como desde que llegamos acá Y lo que podría hacer con eso, la de caprichos que podría al fin darme, que compensarían en parte tantos sinsabores y tantos esfuerzos baldíos

   La gente se va bajando del vagón según pasan las estaciones y, a medida que éste se vacía, Rosa se siente más tranquila. Llega un momento en que ya no sujeta con tanta fuerza la correa de la bolsa. Su debate interno prosigue, sin embargo, silencioso pero intenso, durante todo el trayecto; las dos sutiles voces en su conciencia, que se solapan con la suya propia y se confunden con ella, llegan a parecerle dos personas vaporosas, sentadas a cada uno de sus lados, en los asientos ya vacíos. Casi puede verlas. Y finalmente llega a la última estación de la línea, donde todos los pasajeros deben bajarse y hacer trasbordo o salir a la calle. Allí, en la superficie, está su barrio, en la periferia de la gran ciudad que la ha acogido, pero que a la vez resulta tan inhóspita.

   Y mientras se baja del vagón, con su bolso al hombro y la correa de la bolsa de deporte en bandolera, evoca como en un ensueño, una última vez, la vida que no ha tenido ni tendrá, sabiendo como sabe que al final devolverá el dinero, pero que ha estado bien soñar un rato, durante un trayecto de metro, con lo que las cosas podrían haber sido. Eso, tan siquiera, le ha recordado lo que era soñar. [Descarga versión en PDF]





Por D+D Puche Díaz

Literatura | 16-12-24


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