Flujos de realidad
A veces pienso que los sentidos nos atan tan en corto a lo único que ellos pueden registrar, esto es, al ámbito material en que captan objetos, movimientos y cambios de intensidad energética, que las viejas vindicaciones de una realidad más allá de lo sensible podrían cobrar alguna verosimilitud ‒eso sí, en un sentido distinto al habitual‒. Nuestra naturaleza animal, resultante de un proceso evolutivo guiado por la necesidad de adaptación al medio, nos ha configurado perceptivamente de este modo, que tal vez nos deje ciegos y sordos a otras formas de realidad; pero no del todo, sin embargo, pues algún tipo de “intuición” podría hipotéticamente traspasar ese tejido fenoménico ‒quizá algo en lo sensible mismo nos dé una indicación que lo rebase‒, insertándonos en un marco más amplio y, por así decirlo, “trascendente”. Y esto es precisamente lo que la espiritualidad o religiosidad sería capaz de revelar, aunque siempre sobre la base de ciertos malentendidos.
Si cambiásemos el foco de nuestra atención podríamos pensar ‒el pragmatismo ha dicho algo parecido, pero quiero ir aún más lejos, arriesgar todavía más‒ que realmente no hay “entidades” (objetos, cosas), sino sólo hechos, o sea, unas “líneas” de las que aquéllas son “puntos”, los infinitos puntos en que se pueden dividir. Dichas líneas son aconteceres o flujos ‒que comprendemos mejor, por nuestra forma de ser, como “narraciones”‒ que constan de momentos, más que de agentes: éstos no serían anteriores a ellos, “sujetos” de los mismos, sino más bien partes suyas. Esos flujos ‒“historias”, para nosotros, cuando los reconstruimos a posteriori‒ constan de “entes” (agentes o pacientes) tanto como de las propiedades, acciones o afecciones de éstos, que sólo cierta comprensión de lo real, probablemente derivada del lenguaje, considera “secundarias” respecto de la “subsistencia” de aquéllos; pero ésta no sería tal, sino que las características, emociones, palabras o actos tendrían tanta entidad como las sustancias (particularmente los “sujetos”) a que los atribuimos. Tanta realidad como los objetos materiales y, por tanto, tan “sujetos” de esas líneas (historias, al ser reconstruidas) como ellos; partícipes de las mismas, en las cuales se “ontifican”.
Las líneas o hilos de realidad se organizan en múltiples niveles de complejidad (“historias”) a los que pertenecemos, sin que ninguno de ellos sea realmente el decisivo (“Historia”). El error del pensamiento mítico, que es capaz de vislumbrar la igualdad ontológica de lo “secundario” respecto de lo “primario”, es tratar esos elementos no sustanciales que son momentos de los flujos como si, de nuevo, fueran objetos, de modo que las acciones o pensamientos o palabras o sentimientos son sustancializados como “cosas” de tipo espiritual o divino; personalizados, pues se les atribuye el ser, en efecto, “personas” (dioses, númenes, ángeles, demonios, etc.), o lo que es igual, fuerzas invocables. Esto es una recaída, de nuevo lingüística, en la misma forma de pensar cuyas limitaciones este pensamiento paradójicamente atisbaba.
Pero lo único que en realidad hay son los flujos, los hilos en constante devenir, el devenir mismo; podemos contarlos como historias cuando ya han sido, pero nunca mientras están siendo, pues entonces sólo atendemos a su emerger sucesivo, y nos aparecen como multiplicidades de “entidades” que hacen o padecen cosas, y no en su unidad. Por ello necesitamos narrar la realidad para comprenderla, para sentirnos partícipes de ella; siempre a posteriori, por supuesto. Y por eso mismo el poeta, el bardo o el novelista son nuestros más genuinos cosmólogos, “descriptores del mundo”, a los que ponemos ‒desde el punto de vista subjetivo‒ por encima incluso de los científicos ‒incuestionablemente más acertados desde el punto de vista objetivo‒. Cabe, sin embargo, preguntarse, si esto fuera así (pues no es más que una divagación especulativa, una reflexión en voz alta), lo que ocurriría con las palabras, pensamientos o meros gestos que cultivásemos fuera de la lógica cotidiana, del curso habitual de las cosas, en una teatralización ajena a esa especie de guion tácitamente consensuado, como si de una representación artística se tratase; un Arte de la vida no sujeto a disciplina particular, que enriqueciera de este modo el flujo corriente de los acontecimientos. Puras contingencias vertidas en el río del devenir, añadidas con inhabitual ritualidad a la gran masa de los sucesos. ¿En qué medida influirían sobre éstos, añadiendo microcausas, variaciones ‒casi en un sentido musical‒ que alterasen su fluir?
Tal vez sea esto lo que, desde su origen común, ha puesto en práctica lo artístico-religioso, luego separado y convertido, por un lado, en técnica, y por otro, en doctrina. Pero quizá, tan sólo quizá, su raíz más honda, que se hundiría en la noche del pensamiento mágico, sea ésta: la idea de que añadir momentos al acaecer, aparentemente insignificantes, puede de hecho cambiar su curso.
Por D+D Puche Díaz
Filosofía | 12-1-25
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