Lo que el Romanticismo sí fue (II)




[Lee la Parte I] El Romanticismo, que aparece a finales del siglo XVIII en Alemania y Reino Unido y alcanza su apogeo durante la primera mitad del XIX, fue un movimiento cultural de enormes repercusiones en el terreno de la estética ‒sobre todo en la literatura, la pintura y la música‒, pero también contribuyó, en los países donde tuvo mayor arraigo, a desarrollar una conciencia nacional unitaria precisamente alrededor de una marcada “estetización de la política”. Su nombre procede del término alemán Roman (“novela”), derivado a su vez del francés roman (“lengua romance”), pues las novelas se escribían en lenguas vernáculas ‒inicialmente italiano y francés‒, a diferencia de los tratados científicos o filosóficos, que se escribían en la lengua franca, el latín; a partir de ahí se acuñó el neologismo romantisieren (“novelizar”), con el sentido de un nuevo ideal de vida contrapuesto al neoclásico, racionalizador y universalista. Muy al contrario, la “romantización” que defienden los jóvenes artistas e intelectuales germanos y británicos de la época tiene un sesgo irracionalista y sentimental, por no decir incluso extravagante; pronto se concretará en la cultura alemana del cambio de siglo, muy rupturista, como lo “anticlásico” y “antiilustrado”. Así, por ejemplo, para Friedrich Schlegel lo romántico es el marco de una nueva visión estética y una defensa de la propia cultura y de lo autóctono (las “raíces”) frente a la cultura foránea y homogeneizante procedente de Europa; o, para Novalis, lo romántico es el empeño en “novelizar” la existencia, en romper con lo cotidiano y profano, asfixiante, para emprender el camino de lo que él denominó el “idealismo mágico”: una transformación total de la forma de comprender la vida, en la que va a ocupar un lugar central lo pulsional (instintivo), lo pasional y oscuro, incluso hasta extremos autodestructivos.

 

Si bien al principio este “viento de cambio” cultural fue de corte liberal, opuesto a las obsoletas instituciones y normas del Antiguo Régimen, muy pronto, como reacción contra la Revolución francesa y las subsiguientes campañas napoleónicas ‒que supusieron la ocupación de territorios germanos‒, el Romanticismo se tornó fuerte y definitivamente antiliberal, esto es: asumió la defensa de los rasgos culturales y los valores nacionales propios, frente a un modelo uniformador que se pretende imponer desde fuera (“lo grecolatino”, pasado además por el tamiz de “lo francés”). Esto no significa que el Romanticismo fuera necesariamente reaccionario, pero sí que se opuso a lo que consideraba excesos revolucionarios, por lo que tenían de desestabilizadores e invertebradores de la sociedad y de la vida. Y si se opuso a los efectos “disolventes” de la Revolución francesa, se opuso más aún a los de la Revolución industrial y la implantación de la economía capitalista; en conjunto, podríamos decir que el Romanticismo se definió contra el cambio general en el régimen de vida que impuso la Modernidad. De ahí su reivindicación nostálgica de modos de vida anteriores, que consideraba más “puros” y “naturales”; de ahí la defensa de lo medieval y tradicional frente a lo moderno, así como de lo autóctono frente a lo extranjero ‒y, por tanto, de lo ligado a la tierra, a la sangre, a la lengua‒. O lo que es igual: la vindicación de la propia cultura (pretendidamente espontánea y real) frente a una forzada y artificiosa civilización foránea. En general, los románticos despreciaron lo urbano y cosmopolita (lo “burgués”) y consideraron muy superior lo rural y agreste, donde encontraban la “autenticidad” del pueblo; para ellos era necesario volver al Volkgeist, al “espíritu del pueblo”, amenazado por los cambios que trae consigo la Modernidad. Y de ahí también el gusto de estos autores por el cuento popular, por la fábula y la leyenda (de los cuales los hermanos Schlegel y Grimm fueron grandes recuperadores), en los que todavía late el ancestral corazón de lo patrio.

 

El Romanticismo, por todo ello, sólo puede entenderse como agonístico en relación con el (neo)clasicismo y la Ilustración. De forma muy esquemática, así pues, podríamos describir este movimiento ‒el histórico, no la oportunista deformación que la “intelectualidad activista” hace hoy de él‒ con estos rasgos: 1) se reivindican lo sentimental y lo simbólico frente a lo racional, como ámbitos no sólo irreductibles a ello, sino incluso más importantes en la configuración de la vida, pues le confieren su propósito, que la razón nunca podrá darle; 2) contra la concepción mecanicista del universo establecida por la ciencia moderna, se afirma (y, en esta medida, no van desencaminadas las acusaciones de “irracionalismo”) la autonomía absoluta del yo libre y creativo, irreductible a la legalidad natural; un yo del cual el artista es el máximo exponente ‒una suerte de “arquetipo del ser humano”‒; 3) el arte es por tanto considerado un reino superior de la experiencia (cuyas reglas son dictadas por el genio), trascendente a cualquier otro, y propiamente creador y máxima expresión del mundo humano; 4) la particularidad (y con ella, la identidad) es puesta siempre por encima de la universalidad (y por ello, de la idea ilustrada del cosmopolitismo); de ahí las derivas nacionalistas del Romanticismo frente a la “globalización” ya esbozada por la Ilustración en la estela de las revoluciones liberales y la expansión del capitalismo; 5) la originalidad y la novedad son tenidas como valores absolutos, frente a la emulación y la disciplina de escuela de los cánones clásicos; 6) asimismo, la rebeldía es asumida como la actitud por antonomasia contra toda institución y norma seculares, convencionales, “artificiales”; de ahí la adopción de Lucifer, Prometeo y otras figuras mitológicas (antagonistas de Yahvé, de Zeus y otros “dioses padres”) como modelos de tal “rebeldía metafísica”, que se enfrenta a todo orden sin importarle las consecuencias; 7) en general, predomina una actitud que ensalza la muerte en acciones elevadas, o debida a grandes pasiones; una reivindicación de lo trágico como destino supremo, como expresión máxima de la libertad y como forma de alcanzar la eternidad en lo finito; 8) se da una marcada nostalgia de pasados idílicos (históricamente ficticios, pero que sirven como criterios para establecer utopías) y una fuerte tendencia a la recuperación de lo tradicional, medieval, gótico (frente al ideal grecolatino), de lo mágico y sobrenatural (frente a la cosmovisión de la ciencia moderna) y de lo mitológico y pagano (frente a las formas oficiales de religiosidad, y como reivindicación de lo popular y primitivo); y 9) como ya señalé anteriormente, se asienta una actitud existencial que aspira a “novelizar” o “poetizar” ‒matices que se pierden cuando se usa burdamente para todo, como hoy, la expresión “romantizar”, que en sí misma no significa nada‒ la vida, tanto individual como colectiva. Hay un empeño muy característico en acceder a la experiencia de lo inefable, sagrado o místico (que ha de buscarse en una naturaleza entendida siempre de un modo muy bucólico), que se nos niega en la experiencia secular, profana, cotidiana; esta última constituye un “olvido” de las fuentes primordiales de la vida y de su destinación, que el Romanticismo pretende recuperar.

 

Así, los románticos sentaron las bases de la estética contemporánea, y aunque ésta haya sido muy cuestionada a lo largo del siglo XX (por las vanguardias primero, y luego por el posmodernismo), lo cierto es que tanto el arte como la intelectualidad occidentales nunca han vuelto a desprenderse del todo de ese ideal de vida caracterizado por la bohemia, la rebeldía, y por mostrarse como “maldita”, siempre incomprendida, y a menudo asocial o incluso antisocial. Su anhelo es alcanzar la máxima autonomía del sujeto, una vida no sujeta a las convenciones sociales, que son vistas como algo asfixiante y paralizador; el ser humano, cuyos máximos exponentes son el artista y el líder político revolucionario, debe rebelarse contra todo, pues sólo en ello, consiga sus metas o no (¡lograrlo o fracasar a lo grande!), estriba la libertad, y con ella el propósito más elevado de la existencia.

 

La cuestión ahora, naturalmente, es comprobar hasta qué punto el Romanticismo sigue influyendo sobre nosotros; en qué medida somos, queramos reconocerlo o no, románticos, y por tanto, qué importancia tiene el hecho de que parece haber un empeño en deformar el Romanticismo, en arrojar culpas sobre él, en reescribir el verdadero pasado para ‒tal vez‒ no tener que asumir el propio presente.

 

 

Lee el final




Por D+D Puche Díaz

Filosofía | 18-7-24


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