Materialismo e infinitud (2)
[Lee la primera parte] Podríamos, todo lo más, aproximarnos a tal “indeterminación generatriz”, a esa “posibilidad pura” o “libertad originaria”, como una eternidad (y esto quiere decir simultaneidad de todo momento) inextensa, anterior a la materia-energía y al espacio-tiempo que nacen de ella y en ella. Lo extenso (las dimensiones espaciales y la temporal) es una intensión o contenido de lo transjetivo, de lo no-objetivo y no-subjetivo, de eso que antes he asimilado a la res infinita, a lo trascendental des-limitado o ab-soluto. Esto nos da un indicio válido para pensarlo como una suerte de “Ello trascendental” del cual todo cuanto hay es un producto, una dimanación (que sería preciso asumir, por descontado, como un proceso “sin sujeto” o “inconsciente”) de y en su “campo de inmanencia”, o lo que es igual, “universo(s)”. Ese producto incluye tanto i) la legalidad universal (el lógos u orden lógico-matemático subyacente a todo) o natura naturans, como ii) la posición de la materialidad ‒en su sentido amplio‒ sometida a priori a dicha legalidad (la hipo-tesis de lo transjetivo, que no otra cosa es el Ser) o natura naturata. Esto es precisamente lo que explicaría su correspondencia, pues están divididas desde una perspectiva finita, pero desde la infinita serían una misma cosa. El Ello trascendental produce o dimana ‒sujeta siempre a su legalidad universal‒ una “exterioridad” a sí que, no obstante, permanece siempre en su “interioridad”, y a través de la cual ella misma llega a hacerse consciente de sí, a sentirse y pensarse (pero esto lo hace en algunos de sus productos, y nunca como totalidad); es el pensamiento finito y consciente de una productividad infinita e inconsciente, en un “retorno” siempre incompleto.
Sigue en pie el viejo problema de cómo pensar lo infinito en cuanto tal, de cómo dotar de contenido a algo cuyo “haber” hemos inferido ‒aunque sólo sea hipotéticamente, como todo lo que plantea la filosofía‒. ¿Es posible concebirlo? Sólo como concepto negativo, claro está; su única positividad se puede alcanzar a través de una experiencia preconceptual, el “sentimiento de existencia” (“Yo soy”) que acompaña inseparablemente a la autoconsciencia. Ese sentimiento del que habla Kant precisamente cuando niega que podamos conocer el sujeto trascendental como objeto: siendo la condición de posibilidad de todo conocimiento objetivo, permanece él mismo en la oscuridad, incognoscible, como “lo subyacente” a todo conocimiento. Pues bien, ese “Yo soy”, única cosa que nos cabe afirmar en relación con aquél, es anterior a todo conocimiento por percepción (particular y concreto) o por conceptos (universal y abstracto); en rigor, no es ningún conocimiento, sino una intuición, una por lo demás carente de contenido. Únicamente podríamos decir que es la intuición de un estado existencial indeterminado (que sólo después las emociones vienen a “situar”); la intuición de que se es, de que se participa de algo mayor y anterior a uno mismo, del que todo lo otro (no-Yo) participa también. El sentimiento de una existencia que no es solamente mía, sino la de cuanto me rodea. (De ahí la admiración por el Ser, una experiencia que hemos ido olvidando en nuestro desarrollo histórico-cultural, y muy especialmente debido al solipsismo hedonista que caracteriza al mundo moderno.) “Yo soy”, y soy sobre un trasfondo, no sobre la nada; sobre un fundamento, a su vez infundado, del que no me puedo sustraer. Ésa es la intuición de la que bebe la mística: la de lo inefable que, sin embargo, es condición de todo ser y pensar, de toda determinación ‒determinaciones que son siempre en su inmanencia, recortes de la totalidad, escisiones del resto‒. Eso es el Ello trascendental.
Nuestro Yo finito y consciente participa de ese Ello infinito e inconsciente, se prolonga y abisma en él. Todo acceso a lo racional puro, toda intuición de verdades lógico-matemáticas, es posible sólo gracias a esto; el pensamiento en su forma más prístina y libre tiene lugar en él y por él. La res cogitans y la res infinita son lo mismo, si bien la primera es una perspectiva finita y limitada, enturbiada y difusa, de la segunda. (Desde Descartes hasta hoy, nos hemos ido cerrando paulatinamente a la infinitud, hasta resultarnos ésta por completo ajena; pero nuestra dependencia de ella sigue siendo la misma.) El ejercicio de la racionalidad, esto es, el acceso a lo ideal, ocurre en y por el Ello trascendental, se debe a él: es el noûs, el “intelecto agente” que ilumina el “intelecto paciente” de nuestros cerebros orgánicos, permitiéndoles captar las relaciones más allá de lo empírico (material). Constituye tanto lo que piensa, en última instancia ‒mi Yo es una delimitación suya, una esquirla de infinitud separada del resto‒, como el objeto del pensamiento, en cuanto el Ello alumbra el Ser y las relaciones ideales, que así convergen y se hacen disponibles para mi finitud. Conocer es aprehender determinaciones, o sea, sus modos de darse o modulaciones parciales; es moverse en la finitud, y por tanto en lo discursivo (diánoia). Esto es posible sobre el telón de fondo de la transjetividad, y gracias a ella; pero no hay un conocimiento de la misma como tal, sino únicamente su intuición, que acompaña a todo conocimiento efectivo.
Lo transjetivo no es vida ni autoconsciencia, pero éstas se encuentran ya contenidas en él como potencias suyas, como “aspectos virtuales” que pueden realizarse o no, según se den las condiciones materiales precisas. El Ello trascendental, que de por sí no posee intención ni finalidad alguna, llega a hacerse consciente en nosotros, seres vivos inteligentes y autoconscientes; de ahí que se pueda decir que en nosotros, el Ello vive, siente y piensa, aunque siempre de forma finita, opaco ante sí mismo, como particularidad tendente a la universalidad de la que está escindida. A esto se debe que su legalidad, una vez “encarnada” y “despierta”, tenga efectos prácticos en forma de racionalidad orientada a fines; nosotros damos con algo que no está en aquél, en efecto, sino como potencia. Sólo de este modo podemos darle al Ello una concreción y pensarlo (sentirlo, de hecho) positivamente: lo que se nos niega en lo teórico, se recupera en lo práctico ‒que es por esto genuinamente “metafísico”‒, como también atinadamente (es la contrapartida de lo anterior) acertó a ver Kant. El Ello trascendental es lo que, en nosotros, reclama la universalidad de los fines, en forma de norma de acción. Y esto es así porque, al fin y al cabo, somos un producto de su legislación, uno finito y parcial, y a través de nosotros ‒de nuestra Yoidad‒ se piensa y aspira a la infinitud y la totalidad de las que se siente privado y que intuye como destino. Eso es el Eros que despierta (en) la materia, la cual alberga una pulsión de autotrascendencia que se anuncia en la vida y la inteligencia; materia que deviene consciente de sí misma sobre el trasfondo de lo infinito.
Por D+D Puche Díaz
Filosofía | 20-11-24
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