Perdido en su sabiduría
Decían de él que era un gran sabio, pero ─quizá por eso mismo─ cometió el más grave de los errores. Se abandonó tanto a su saber, a lo elevado y noble; se olvidó hasta tal punto de lo próximo y cotidiano, que perdió el finísimo hilo dorado que conecta el alma con la vida. En su búsqueda de nuevas fronteras espirituales, dejó que la hojarasca y el polvo cubrieran el camino de vuelta. Por más lejos que se llegue, siempre se deja atrás la cabaña, el cuenco de arroz, la fuente de agua, el sencillo lecho, y hay que volver a ellos, porque son la única patria, lo que le da sentido al camino; siempre hay que regresar a casa. No es más sabio el que más se aleja por los vericuetos de la mente, por los salones y los jardines de lo divino, sino quien sabe regresar de allí, sentarse frente a su fuego y asimilarlo ─esto es, encajarlo en la vida─, como el paseante que regresa del bosque y come, sin mayores pretensiones, los frutos que ha recogido. La sabiduría no está en los lejanos parajes de lo sublime, sino en haber hecho el camino y regresado a casa; no hay perla del espíritu que no haya que engarzar en la corona de las necesidades y los hábitos más humildes; no hay nada tan elevado que no pueda ser acomodado a la rutina de cada día.
Pero él era tan sabio que se alejó demasiado y no supo volver. Profundizó tanto en la meditación, se alejó tanto por el camino que traspasa el Velo, que perdió el rumbo de regreso, o quizá simplemente se desentendió de él; puede que hubiera algo de inadvertida soberbia en ello ─lo cual plantea el interrogante de si era tan sabio en realidad─. Y al final, el hilo de oro, más fino que un cabello, se rompió. Un demonio del otro lado se abrazó a él y le susurró las más dulces y tentadoras palabras al oído, y ya ni supo ni quiso regresar. Y su cuerpo permaneció unos años sentado, inerte, esperándolo. Hasta que estuvo claro que nunca regresaría. Entonces, lentamente, su cuerpo empezó a descomponerse, hasta que sólo quedó un esqueleto sentado en la posición del loto. Y los viajeros que pasaban por su cabaña en busca de respuestas, la cabaña de aquel célebre anacoreta, lo miraban y se preguntaban si el esqueleto seguía meditando, y hasta dónde habría llegado en su iluminación.
Por D. D. Puche
Filosofía | 21-06-21