Recuerdos de estío




   Tal día como hoy, hace cinco años, estaba ingresado en el hospital de Mérida tras un atropello grave. Quiso la ironía que, de camino a la Escuela de Arte, donde tendría lugar el claustro de cierre de curso (ese año me perdí la comida de después), un coche se saltó el paso de peatones por donde yo cruzaba y se me llevó por delante. Reventé la luna del coche con la cara antes de que el frenazo me hiciera volar tres metros y acabara partiéndome el cráneo contra el asfalto por dos puntos y rompiéndome además la escápula derecha. El resultado fue que quedé como un cromo, con todo el cuerpo lleno de cortes y abrasiones (y encima perdí una de mis camisetas favoritas) y con la mitad de la cara completamente morada e inflamada, incluido un ojo como de boxeador que no ha tenido su mejor noche. La fractura del parietal y el temporal me provocó una hemorragia intracraneal que afectó al nervio que controla la musculatura de la cara, de modo que se me paralizó la mitad del rostro (la que no tenía morada) durante cosa de tres meses: no controlaba ni la mitad de la boca ni el párpado. Debía de tener mala pinta, porque una compañera de trabajo con la que me crucé un día por la calle, semanas después, al verme se echó a llorar sin mediar palabra.

   Así que hablaba gangoso y no podía beber sin pajita, porque todo líquido se me salía por la comisura de la boca que no controlaba; y por las noches me tenía que cerrar el párpado con cinta de carrocero, porque si no, se me abría mientras dormía, y se me podía secar el ojo y resultar seriamente dañado. Por su parte, con la escápula rota el brazo no puede iniciar ningún movimiento, así que llevaba el brazo derecho (el hábil) colgando a un lado como un fardo; podía coger cosas con esa mano, pero no mover el miembro en sí, por lo que me resultaba poco útil, y me tenían que asistir para vestirme, lavarme y cosas de ese estilo. Hasta tuve que aprender a limpiarme el culo con la mano izquierda, lo cual, sea dicho de paso, me abrió todo un mundo de nuevas posibilidades.

   La historia, hasta aquí, tiene casi hasta un final feliz, así que no podía acabar así, evidentemente. Y es que, para recuperar la movilidad de la cara, me prescribieron unos corticoides fuertísimos. Tengo que reconocer que hicieron su efecto, pero no antes de estar a punto de provocarme un coma por hiperglucemia (me salía de la escala de todos los glucómetros, o sea que pasaba de 700 u 800) y tener que ingresarme de urgencia otra vez, a los ocho días de salir de Mérida, en esta ocasión en el Clideba de Badajoz. Después de todas estas peripecias, perdí de golpe el pelo que ya me empezaba a clarear, adelgacé veinte kilos en unas semanas, y la gente que me conoce dice que desde entonces sonrío raro, como “falso”, pero que, por otro lado, el carácter me ha mejorado bastante. Al parecer, a ellos les parece un canje beneficioso.

   ¿Por qué me acuerdo hoy de esto, que nunca había puesto antes por escrito? Desde luego, no para contar un relato de autosuperación; más bien porque, aparte del exhibicionismo moral que caracteriza a toda la gente que se dedica a escribir, me doy cuenta ahora de que no tengo ninguna foto de entonces, cuando parecía un hemipléjico manco al que hubieran pegado una paliza con un bate de béisbol. Y ciertamente lo lamento; supongo que en aquel momento no estaba para hacerme fotos (tampoco suelo hacerme muchas, porque la materia prima no es buena), pero hoy me gustaría tener algunas. Las miraría y me partiría el culo. La vida carece de todo valor objetivo, al margen del que nosotros queramos darle, y es mejor reírse de ella que estar todo el día llorando. Por otro lado, me acuerdo de lo bien que estuve en la habitación del hospital de Mérida (Clideba fue un asco), leyendo un par de libros bastante interesantes y viendo maratones de CSI y El Mentalista en la tele con el señor turco de la cama de al lado, que apenas hablaba español; un hombre muy enfermo, con problemas respiratorios que le hacían toser esputos de sangre a todas horas y que estaba muy, muy enganchado a Alerta Cobra (la veíamos hasta la una o las dos de la noche), porque en Turquía por lo visto se tragan las series alemanas como los alemanes se tragan los kebab turcos. Además, la gente del hospital era muy guay (una de mis enfermeras era la madre de una alumna de ese mismo año, y se portó muy bien conmigo), y la comida estaba de puta madre. Qué emoción sentía cada vez que traían la bandeja y levantaba la tapa para ver qué había debajo…

   El caso es que estuve de baja hasta octubre o noviembre, no me acuerdo, y a la vuelta de año… ¡tachán, el covid!, y supongo que por eso tenía esto un poco olvidado. En fin, la moraleja: aprovecha cualquier desgracia para burlarte de la vida, porque a ella tú y tus problemas le dais igual; y, si por algún motivo quedas como un sparring de Mike Tyson, hazte fotos para poder subirlas luego a Instagram, en vez de esta demostración de decadencia física y moral con que yo acompaño el texto





Por D+D Puche Díaz

Literatura | 2-7-24


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